domingo, 11 de mayo de 2014

Mi primera muerte | 17 de junio de 2012

Hoy me desperté con su imagen en la cabeza: mi abuela y yo unidas en manos y en miradas. Yo sabiendo que se iba para siempre, ella sabiendo que era así. Buscándonos en nuestras pupilas, unidas como nunca antes por el delicado y débil hilo de una existencia que había tenido la fortuna de coincidir con la otra. Lo que ella y yo nos dijimos en ese instante no tiene traducción en este mundo pues dispone de algo de divino y extraterrenal; y de todo aquello que se siente cuando una persona está al final de su vida y al principio de su muerte. 

Yo contaba entonces con diez años de edad y con una tristeza infinita en la mirada. Parte de la familia –bajo el afán de protegerme- quiso evitar que yo viviera mi dolor de ese momento llevándome a fuerzas y a rastras lejos de todo lo que estaba ocurriendo. Sus grandes manos y sus formas de ver el mundo agarraban mis manos para arrastrarlas a un lugar al que yo no quería ir. Quería vivir el derecho a mi dolor. Sabía que el dolor era parte de la vida y me enfrenté a ellos pataleando, gritando, reivindicando mi sitio… No lograron mover mis “pequeños” pies de allí y fui la única niña de la familia que estuvo rodeada durante más de 24 horas de frases fúnebres, sillas en el patio, presencias… y de una habitación –la de mi abuela-, la de siempre… que se preparaba para ser lecho de muerte.


Merodeaba por toda la casa como un fantasma viendo los rostros… viendo cómo mi tío –tras el segundo uno en que la abuela se fue- cogía su retrato y lo miraba atentamente, marcando una línea en el tiempo entre el “antes” y el “después”: la persona más importante de su vida era pasado. Miradas… Horas antes yo había aprovechado la ausencia de personas en la habitación de mi abuela para tener mi momento: me acerqué a ella, cogí su cariñosa mano (con sus uñitas pintadas del color rojo que había elegido mi hermana pequeña semanas antes) y nos miramos en silencio, hablándonos en silencio y sintiéndonos en silencio. Hacía más de 15 años que mi abuela había dejado de hablar y nunca había sentido que sus palabras hicieran falta para saber quién era. Sé que ese momento nos unió para siempre. Al día siguiente, desperté sobre la cama de mi madre tras escuchar algunos gritos. Apresuradamente, mi prima y mi hermana mayor vinieron a decirme que durmiera, una vez más, para protegerme. Yo las aparté serena y me dirigí al cuarto de mi abuela: acababa de morir y me encontré un cuerpo pálido e inerte rodeado de personas. A pesar de haberse ido lejos, yo seguía estando más cerca de ella que de aquel lugar: seguía siendo un pequeño fantasma habitante de la casa.




Me mantuve de pie, quieta, mirándola seria y en silencio: era mi gesto más habitual. Miré hacia arriba para ver las otras caras. A veces se nos olvida que una vez teníamos que mirar hacia arriba para saber qué pasaba en el mundo adulto. Yo, sin embargo, recuerdo cada momento de mi infancia como si fuera ayer: reconozco cómo pensaba y qué sentía. A menudo pienso que miraba la diferencia de altura como el alivio y el margen de tiempo que tenía para seguir viviendo fuera de sus estúpidas vidas y normas adultas. 

Me prometía ser niña siempre y, en parte, nunca llegué a ser como ellos; aunque tampoco soy un fantasma ya. Mi primer contacto con la muerte fue también –para mí- el primer momento en que defendí mi voluntad y mis derechos de niña frente a mi familia (quiero quedarme aquí y me voy a quedar); fue la primera vez que fui valiente para sincerarme con una persona a la que quería y fue la primera vez que le dije que así era: que la quería (a mi abuela) con todo mi ser, que era una de las personas más importantes de mi vida. Fue cuando supe que tanto para resistirse como para amar había que ser valiente y fue la primera vez –tras su muerte- que no sentía miedo a ir al baño de noche, que no sentía miedo de mis continuas pesadillas, que simplemente no tenía pesadillas, que no tenía miedo… Mi abuela murió y, de pronto, yo me sentía una persona segura. Hoy sé que aquel fue el día en que puse mi primer pie sobre la tierra. Sabía que tardaría años en plantar el otro pero que mis pasos serían fuertes y verdaderos; y sobre todo sabía que ya no sería un fantasma nunca más. 


Hace unos años sentí que mi segundo pie había llegado y hoy siento que sigo sin formar parte de aquel mundo adulto y que sus elecciones jamás podrán sostener una mirada tan limpia como la que mi abuela y yo nos dedicamos en aquellos instantes. Cuando me remito al pasado, obtengo imágenes nítidas y feroces y leo intenciones, mentes, cuerpos, sentires y deseos (la mayoría, ahogados). La capacidad de retenerlos y la sensibilidad ante ellas, me ha convertido en lo que soy ahora. La imposibilidad de olvidarlas o hacerlas a un lado, ha hecho que establezca una línea necesaria en mi vida entre pasado y presente en la que exijo sentido: no puedo construir mi vida a base de olvidos ni hacer que sea un sinfín de retazos inconexos: no quiero una vida a pedazos. 

Sin embargo, que cada parte forme parte de mi historia no es sinónimo de que, cada persona presente en cada momento, tenga –necesariamente- que formar parte de mi futuro ni de mis elecciones de vida. A veces, cuando ahora miro a personas que estaban presentes en el momento de la muerte de mi abuela, siento que sus mundos adultos quieren obligarme a formar parte de ellos. 

Es doloroso reconocer esto cuando sus mundos adultos están cargados de miserias. Es doloroso también ver que la única tolerancia que sentían por tus utopías y tus mundos posibles se producían únicamente porque tu edad era inferior a los once. Yo sigo creyendo en esos mundos y los veo crecer y ser posibles en mi propia vida y en vidas cercanas a la mía. Mis pies siguen agarrándose fuertemente a mis deseos y ninguna fuerza ajena va a derrumbar esa elección. Mis primeros años de vida se caracterizaron por estar rodeada de silencios pero siempre supe más de lo que callaban que de lo que decían. Hoy, escribiendo lo que escribo, he decidido romperlo. 

Siento que es la única forma de que mis pies, alguna vez, se vayan tranquilos a re-encontrarme con ella.

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