Foto de la serie Las de las última fila. |
Nada de qué ocurre con nuestras amigas que se encuentran
fuera de relaciones normativas por elección o no. Nada de nuestras amigas que
viven en la precariedad. La palabra clasismo se nos pasa por la cabeza a las
presentes. La palabra norte también y, aunque
sabemos que hay muchos sures en los nortes, las del sur local estamos
atravesadas por alguna cosilla. Un algo, un deje, un quejío incluso. Un drama
distinto. La realidad de la cuidadora nos interpela de una manera bestial. Esa
realidad nos atraviesa muchísimo.
Una mujer mayor levanta la mano y dice:
—Todo
eso está muy bien, yo también tengo redes, pero en realidad estoy sola. Y me
hago mayor y cada vez estoy más sola. No estoy en pareja. Con mi familia es
complejo. Mis amigas están muy lejos de ser una alternativa diaria que sostenga
más allá de algún café semanal. Me hago mayor y la soledad parece ser mi irremediable destino feminista.
Recuerdo que en ese momento lo que separa teoría de vida fue
un abismo. La impotencia y el silencio de la sala ante esa soledad evidenciaba
lo que sin más se asume como resignación agachando la cabeza. Parece que hemos
decidido no poder hacer nada. Un día, algunas de nosotras seríamos ella.
Es un duelo esto. Un duelo ¿feminista? profundo y tirano. Una lucidez
que a veces no la quisiéramos. El darte cuenta y abrir los ojos. El saber que
no somos iguales todas: ante la vida, ante los cuidados, ante todo. Que hemos
estado algunas produciendo y produciendo y produciendo pensamiento feminista
(y+) para traducirnos a nosotras mismas y a nuestros orígenes y circunstancias para,
al final, acabar presenciando lo que, incluso con este entramada teórico, se
nos viene encima.
Como Bob Pop ha dicho en alguna intervención, “los escritores
sólo somos bufones de los ricos”. Sin compartir al cien por cien esta
afirmación, sí siento que los sentires y pensamientos de quienes pedíamos a
gritos una explicación y una cura a las violencias sistémicas, corren el
peligro de convertirse en un producto cultural y nada más que eso. No una casa
que sostenga en el asfalto de lo real, la soledad de aquella mujer y de
nosotras.
Productos culturales que —no negaremos— han sido hogar para nosotras pero que resultan
insuficientes si no descentralizamos los afectos normativos de manera colectiva
para construir un gran sostén y llevarnos a la práctica en una casa enorme para
vivir como en el libro de Cristina Morales: sin amos, sin dios, sin maridos y “sin
partidos de fútbol”. ¿No se trataba también de eso? ¿De vivir?
Como dice mi amiga Anita, el papel lo aguanta todo. Actualmente,
para muchas, el feminismo no se ha traducido en una alternativa vital real y la
agonía por la supervivencia se siente, la mayoría de las veces, de manera
privada.
Sin restar importancia a lo difícil que resulta hacerlo:
vivir a la contra… también necesitamos muchas verbalizar esto porque, al final,
a quienes se les cae el cuento encima de manera rotunda no es a todas. No, al
menos, por igual.
Las que de alguna forma estamos fuera de las redes normativas de afectos: las raritas, las disidentes… no vamos a vivir en un producto cultural (ni siquiera en el nuestro) y mucho menos en series como la de Las de la última fila y deseamos que tanta producción se traduzca en algo.
Qué leídas
somos y qué solas estamos.
Imagen de la película Solas |
Vivenciar el desesperanzado desenlace de este producto Netflixiano resulta crudo para quien espera una amistad más allá de lo impostado y artificioso. Sin embargo, hay una mijilla de real en él: la supuesta amistad que estas amigas se procesan es un golpe en la cara de lo que seguimos poniendo en el centro tanto en nuestras narrativas como en la vida. La reacción de mucha gente dando la bienvenida a este producto lo confirma.
Quisiéramos algunas que la representatividad fuera otra: la
de las amigas que se marcan en la agenda más allá de unas vacaciones puntuales.
No es el caso.
La obra, lejos de ser
una crítica a la amistad entendida como un eje de feroces individualidades y
retos cargados de lecciones morales facilonas y latigazos de autoestima barata
y privatizada, insiste en este esquema narrativo más propio de la frivolidad hollywoodense.
Sin embargo, la historia se nos vende como una oda a las
amistad de las de verdad. De las de ensueño. De las que querríamos para nosotras
porque supuestamente hay compañía (que no la hay) y profundidad (que tampoco la
hay).
Amigas desde la infancia. Terremotos que danzan y crecen solos
pero que, una vez al año, se miran: aunque más a sí mismas que a las otras a las
que siempre se dirigen con frases sacadas de manuales baratos de autoayuda. Sólo
una echa de menos la red de acompañamiento de manera continuada: la que
curiosamente no oímos porque queda asquerosamente silenciada en la trama.
Y ya no sé si Las de la última fila es un punto real donde
poder vernos como sociedad y comprobar desde fuera qué entendemos por amistad: una
foto residual y preciosa para mostrar y tachar la casilla
de “amigas”. O lo que me horroriza es toda esa sarta de comentarios positivos
debajo de la serie que hace que nos enfrentemos a lo que la sociedad entiende
por acompañamiento y humanidad. Algo que parece sacado de un cuento de terror.
El infierno de nuestras instagrameables “buenas intenciones”.
Creaciones sumergidas en un interesado chapuzón de “mirada de mujer”
que sigue poniendo el consumo individualista en el centro disimulando el ego
con la percha lacrimógena. Un concepto de amistad con olor a merchandising.
Las buenas intenciones ajenas que usan el dolor de una
compañera (la más atravesada por la pobreza) como outfit en una especie de fiesta temática. Las buenas intenciones
que convierten un viaje a Cádiz en una sarta de retos ególatras que deben
resolverse nunca de manera colectiva. Una versión actualizada de consecuencia,
verdad y beso pero con la verdad dolorosamente enterrada: la de la soledad individual
entre amigas.
Las buenas intenciones que ensalzan la amistad mientras se
prioriza en todo momento las mismas relaciones sexoafectivas de siempre. Las
verdaderamente importantes… Cambiar un rato con tu amiga a la que ves una vez
al año por un polvo con un extraño señor extraterrestre: perfecto y comprensivo:
tan bien representado que no existe. Un fantasma de los buenos.
Hay mucho más. No quiero entrar en términos sofocantes y
culturetas. Esto es un cuerpo a cuerpo mínimo a un producto que coloca a un
personaje clave en la miseria más representativa. Que no va hacia los adentros de la sofocante intersección que la atraviesa. Que coloca a quien podría
hacer una verdadera crítica y ahondar en el drama de las relaciones humanas, en
un cliché que se autonombra como indeseable. Por si no quedara claro sin
haberlo dicho.
Gordofobia, clasismo y una tirana apariencia de igualdad. Nada de abordar los cuidados. Vidas que merecen
la pena frente a las que no. Un relato neoliberal de amistad neoliberal. Historias y dramas (los reales) ahogados en la
cerveza, el chiste y la gracia.
Aparte de algún gesto superficial, nada parece moverse para generar un planteamiento colectivo que sirva para acoger la
nueva realidad que creará la enfermedad y las futuras soledades a quien habita la precariedad. Seguir como si
nada pasara. Obviar el tema. Salvar las vacaciones.
La amistad no es un viaje puntual a Cádiz. Cádiz no es...
A pesar de no querer convertir nuestra mierda en un producto
cultural, a veces, cuando nos representan bien, nos sentimos más acompañadas.
Menos solas.
No pasa.
Soy la amiga que viene de lo pobre y que no habita una realidad parejocentrista y el relato me entristece y me hunde. Ver esta trama ha sido como una conferencia muy poco aterrizada sobre la amistad entre mujeres. Un producto de entretenimiento que no se ocupa del verdadero dolor que nos produce estar atravesadas por los cuidados, la precariedad, la violencia y los afectos de escaparate en los que la serie insiste. Un producto que, sin embargo, se ha leído la cartilla de lo que cala incluso en círculos feministas. Y esto también entristece: que ésa sea nuestra mirada también.
Una serie que usa una supuesta red de afectos para acabar centrándose en las mismas historias de siempre de manera predicible. Relegando al ostracismo a quienes sufren por no estar, ni de cerca, en el centro de nada. Mucho menos de la vida de sus queridas amigas:
Las que convierten nuestro dolor en un parque temático y puntual llamado
amistad.
NOTA DE LA AUTORA: No se me escapa que las amistades y la forma de entender el acompañamiento son una cosa muy relativa, pero quería remarcar cómo en esta serie se insiste en una forma de consumir los afectos en paralelo al consumo de unas vacaciones, mientras existe una apropiación del dolor en nombre de la amistad o de una apariencia de amistad que aborda lo justo para que no se la tache de superficial siéndolo.
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