Desconfío de la palabra y del medio. Si es que celularmente he llegado a vivir tanto, esto es una cosa en mí ya milenaria: La desconfianza.
Cuesta abrir las puertas a la ternura y a la curiosidad atenta entre tanta publicidad y tanta marca.
Lo que me taladra el estómago no puede sobrevivir en el baile de un dedo índice pasando pantalla.
No podría meterte ahí. No podría
someter mis sensaciones contigo a esa maquinaria. A esa inmediatez sin
vísceras.
Te imagino en las nanas profundas y los potajes lentos.
No
me queda otra que tener fe en la materia. Todo lo demás es entrar al tú dices y
luego yo digo. Y luego tú dices y luego yo digo. Un decir constante que no está
diciéndonos absolutamente nada. Que no para de darnos vueltas alrededor de una
ausencia.
Después de tantos paradigmas vividos desde aquella crisis que sostenía en brazos a la otra, leerte entrecomillada entre estos muros me carga en polaridad y guerra. Convertimos las palabras en caricias que se defienden de ellas.
No puedo entrar y lo sabes.
El intento de contacto se parece cada vez
más a un exilio.
No es justo que, entre tú y yo, sólo sobreviva una
frustración estratégicamente moldeada y adelantada. Generada por una necesidad
de hacer del autoboicot un lugar identitario.
Siendo justas, no lo es que únicamente sobreviva una distorsión de
nuestros miedos más profundos. Que en la encarnación de nuestras imaginerías hayamos
sido tan cobardes como para no postrarnos ante la verdad y reconocer que
pudimos inventarnos también de otras formas. Que estar bien armada contra el
rechazo no hace que nuestros gigantes sean más ciertos.
Cierto también es que pudo haber sido y nos hemos chantajeado
hasta decir basta. Y, honestamente, siento que hemos perdido ambas. Y que sólo nos encontraremos cuando dejemos de
buscarnos entre tanta censura y tanto llanto.
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