Algunas
mujeres se esperan a sí mismas
al
girar la siguiente esquina
y
llaman paz al espacio vacío
pero
lo opuesto a vivir
es
sólo no hacerlo.
Audre
Lorde.
Durante la lectura de Lo que hay
de Sara Torres, la palabra «estigma» se me aparecía todo el rato. El estigma
del deseo, la piel y lo sensitivo. El estigma que porta quien quiere ocupar ese
lenguaje en un mundo que categoriza a trozos el cuerpo para que amemos sin contaminación:
flojito. Para que creamos que todo anda mal por
querer necesitar, interdepender, formar parte de un quejío.
El viaje de un cuerpo otro que, durante un
proceso de duelo, queda en evidencia y en cueros al encontrarse lo ajeno en lo irremediablemente
propio. Al pasar la piel del individualismo a la colectividad. Al dolor que es ser parte de la otra.
Pensé durante su lectura en quien fue señalada, cual
animal salvaje, por sentir “demasiado”. En quienes apuntan a la intensidad como
derecho vital hacia una comunidad vibrante. De materia prima vulnerable. El
tacto como derecho básico y fundamental.
Es como
si nos arrancarán la piel y su potencia. Como si se privatizara su acceso y su
cuidado. El derecho al tacto. La revolución de la autora. El derecho a sentir y
a ser sentida.
Escribe Torres:
Creo
que la única revolución «cultural» que imagino posible es una que ocurra en el tacto, a través
de una reconfiguración de nuestros modos de experimentarlo. Tal vez un día
reclamemos el derecho al tacto y lo saquemos de la lógica moral de Occidente y
de nuestras sociedades, que lo dirigen hacia los límites productivos de la
maternidad y la pareja. Una mano que, fuera de esos espacios, se posa suave en
el cuerpo del otro para conocerlo y comunicarse revoluciona el estado de cosas.
Tocar nos transforma, pero esa mano capaz de llevarnos a un lugar que aún no
conocemos se expulsa a menudo a través de una retahíla de preguntas: ¿qué
busca? ¿Me está tocando conscientemente? ¿Hay una intención sexual en este
gesto?
La novela me ha recordado a las
cosquillitas en los brazos entre amigas. El toqueteo de los cabellos en las
infancias. Pero también al cruel destierro de la caricia y la piel al que
sometemos a quienes no portan vínculos normativos donde poder ser tocadas. Sara
Torres me lleva a la soledad de las viejas y a los geriátricos. A las manos de
las mayores pidiendo ser acariciadas.
La revolución háptica de este libro
es, al menos para mí, un grito y un llamado a quienes sentimos que el sentío
puede más que la razón a la hora de acortar distancias. Nos muestra las
trabas a las que se tendrá que enfrentar esa revolución en lo cotidiano bajo un
monólogo interno intenso y bajo la conversación agonizante y sensitiva que sólo
se produce alrededor de ausencias que se perciben como desgarradoras e inevitables.
La posibilidad de que soportar la
violencia de la monotonía y el aburrimiento no se viva como virtud aparece en
la obra en canal y con las piernas abiertas.
Voz de la
prota:
La
calefacción zumba con demasiada fuerza. Hay atolondramiento, un calor que
despierta la sensibilidad de la piel y me hace reaccionar con picor al jersey
de lana fino. Estoy en ropa interior sobre la cama, abro las ventanas que dan a
la terraza central y dejo que me toque la brisa nocturna. No evito, aunque
quisiera, el pensamiento de que hay algo aquí que se desaprovecha y que tiene
que ver con el vientre despierto, las manos atentas, la sombra perfecta
proyectada sobre las sábanas. Toda la seducción de los objetos, todo este
despliegue para una soledad tan simple. Tan aburrida de contar siempre una
misma historia, donde hace ya tiempo que no ocurre nada.
Ese no vivir de Audre Lorde como ese jersey que tanto pica.
El origen etimológico de
«Aburrimiento»: del ab-[sin] horrere [lo
que pone los pelos de punta]: Vivir sin aquello que nos pone los pelos de
punta. Lo que hay. Acostumbrarse a vivir sin lo que levanta el vello de las
carnes.
La novela se muda a cada rato montada en el vehículo de una sensibilidad que palpa espacios
legítimos e ilegítimos. Sara Torres traslada a su protagonista de un lugar a otro. Se mueve entre sentires que parecen no estar nunca en el lugar correcto. La corrección perversa de la norma. Recovecos. Entre-lugares.
Destierro.
Lo que hay se suma a esas obras que no normalizan el no vivir como itinerario de una adultez en la que se abandonan prácticas como el juego o la risa. También el tacto.
Sara Torres lo dice a través de una voz de mujer que, entre culpas, nos señala que donde erizó la piel siempre fue lugar correcto.
El duelo y una capacidad de amar desbordantes son el tejido desde el que se hila esta historia. Una canción de amor detrás de cada despedida y cada tránsito hacia la muerte. Una reinvención del afecto. Una intención de que nos afecte de formas más amorosas.
Lo que hay consigue también que brote la compasión hacia una misma y hacia otras. Por la de veces que nos flagelamos por portar un cuerpo vivo. La de veces que criticamos el “deseo incontrolable” de las otras.
De una belleza imprescindible.
Sara Torres toca.
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