jueves, 24 de noviembre de 2022

Lo que hay. De Sara Torres.

 


Algunas mujeres se esperan a sí mismas

al girar la siguiente esquina

y llaman paz al espacio vacío

pero lo opuesto a vivir

es sólo no hacerlo.

Audre Lorde.

 

Durante la lectura de Lo que hay de Sara Torres, la palabra «estigma» se me aparecía todo el rato. El estigma del deseo, la piel y lo sensitivo. El estigma que porta quien quiere ocupar ese lenguaje en un mundo que categoriza a trozos el cuerpo para que amemos sin contaminación: flojito. Para que creamos que todo anda mal por querer necesitar, interdepender, formar parte de un quejío.

El viaje de un cuerpo otro que, durante un proceso de duelo, queda en evidencia y en cueros al encontrarse lo ajeno en lo irremediablemente propio. Al pasar la piel del individualismo a la colectividad. Al dolor que es ser parte de la otra.

Pensé durante su lectura en quien fue señalada, cual animal salvaje, por sentir “demasiado”. En quienes apuntan a la intensidad como derecho vital hacia una comunidad vibrante. De materia prima vulnerable. El tacto como derecho básico y fundamental.

Es como si nos arrancarán la piel y su potencia. Como si se privatizara su acceso y su cuidado. El derecho al tacto. La revolución de la autora. El derecho a sentir y a ser sentida.

Escribe Torres:

Creo que la única revolución «cultural» que imagino posible es una que ocurra en el tacto, a través de una reconfiguración de nuestros modos de experimentarlo. Tal vez un día reclamemos el derecho al tacto y lo saquemos de la lógica moral de Occidente y de nuestras sociedades, que lo dirigen hacia los límites productivos de la maternidad y la pareja. Una mano que, fuera de esos espacios, se posa suave en el cuerpo del otro para conocerlo y comunicarse revoluciona el estado de cosas. Tocar nos transforma, pero esa mano capaz de llevarnos a un lugar que aún no conocemos se expulsa a menudo a través de una retahíla de preguntas: ¿qué busca? ¿Me está tocando conscientemente? ¿Hay una intención sexual en este gesto?

La novela me ha recordado a las cosquillitas en los brazos entre amigas. El toqueteo de los cabellos en las infancias. Pero también al cruel destierro de la caricia y la piel al que sometemos a quienes no portan vínculos normativos donde poder ser tocadas. Sara Torres me lleva a la soledad de las viejas y a los geriátricos. A las manos de las mayores pidiendo ser acariciadas.

La revolución háptica de este libro es, al menos para mí, un grito y un llamado a quienes sentimos que el sentío puede más que la razón a la hora de acortar distancias. Nos muestra las trabas a las que se tendrá que enfrentar esa revolución en lo cotidiano bajo un monólogo interno intenso y bajo la conversación agonizante y sensitiva que sólo se produce alrededor de ausencias que se perciben como desgarradoras e inevitables.

La posibilidad de que soportar la violencia de la monotonía y el aburrimiento no se viva como virtud aparece en la obra en canal y con las piernas abiertas.

Voz de la prota:

La calefacción zumba con demasiada fuerza. Hay atolondramiento, un calor que despierta la sensibilidad de la piel y me hace reaccionar con picor al jersey de lana fino. Estoy en ropa interior sobre la cama, abro las ventanas que dan a la terraza central y dejo que me toque la brisa nocturna. No evito, aunque quisiera, el pensamiento de que hay algo aquí que se desaprovecha y que tiene que ver con el vientre despierto, las manos atentas, la sombra perfecta proyectada sobre las sábanas. Toda la seducción de los objetos, todo este despliegue para una soledad tan simple. Tan aburrida de contar siempre una misma historia, donde hace ya tiempo que no ocurre nada.

Ese no vivir de Audre Lorde como ese jersey que tanto pica.

El origen etimológico de «Aburrimiento»:  del ab-[sin] horrere [lo que pone los pelos de punta]: Vivir sin aquello que nos pone los pelos de punta. Lo que hay. Acostumbrarse a vivir sin lo que levanta el vello de las carnes.

La novela se muda a cada rato montada en el vehículo de una sensibilidad que palpa espacios legítimos e ilegítimos. Sara Torres traslada a su protagonista de un lugar a otro. Se mueve entre sentires que parecen no estar nunca en el lugar correcto. La corrección perversa de la norma. Recovecos. Entre-lugares. Destierro.

Lo que hay se suma a esas obras que no normalizan el no vivir como itinerario de una adultez en la que se abandonan prácticas como el juego o la risa. También el tacto.

Sara Torres lo dice a través de una voz de mujer que, entre culpas, nos señala que donde erizó la piel siempre fue lugar correcto.

El duelo y  una capacidad de amar desbordantes son el tejido desde el que se hila esta historia. Una canción de amor detrás de cada despedida y cada tránsito hacia la muerte. Una reinvención del afecto. Una intención de que nos afecte de formas más amorosas.   

Lo que hay consigue también que brote la compasión hacia una misma y hacia otras. Por la de veces que nos flagelamos por portar un cuerpo vivo. La de veces que criticamos el “deseo incontrolable” de las otras.

De una belleza imprescindible.

Sara Torres toca.

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